Cuando Jorge vio que Roberto se acercaba por el pasillo haciendo aspavientos en su dirección, sumergió la fregona en el agua del cubo y se arrancó los auriculares de los oídos.
—¿Qué pasa?
—Hora del descanso. Vente a los vestuarios. Ricardo quiere enseñarnos algo —anunció Roberto.
—¿El qué? —preguntó Jorge mientras echaban a andar hacia allí.
—Algo que se ha traído de Perú. Dice que vamos a alucinar.
Jorge profirió un gruñido de desaprobación. Ricardo era la clase de persona a la que le gustaba alardear. De su chalet adosado en las afueras, de los acabados interiores de su todoterreno, del último restaurante al que había ido.
Empujaron una puerta que decía ‹‹Sólo personal autorizado›› y bajaron dos tramos de escaleras metálicas. Ricardo y otros dos compañeros, Antonio y Sebas, estaban charlando en el corredor que conducía a los vestuarios, situados al fondo.
—Eh, venga, que estos dos se mueren de ganas por ver lo que es —les apremió Ricardo.
Formaron un círculo y este sacó un estuche de raído cuero marrón del bolsillo de su pantalón.
—Antes de nada, hay una regla: prohibido tocarla —les advirtió.
—Déjate de rollos y enséñanos lo que quiera que sea.
—Eh, te aseguro que la espera merecerá la pena.
Luego, con mucho cuidado, abrió el botón del estuche y extrajo una especie de cajita negra del tamaño de un móvil grande con desportillones en las esquinas.
—¡Voilà! —dijo, mostrándola a los presentes.
—¿Qué estamos viendo? —preguntó Antonio.
—Si te dijera que una cámara de fotos te mentiría a medias —señaló Ricardo.
—Pues no le mientas —replicó Sebas.
—Lo que quiero decir es que hace fotos. Pero distintas a cualquiera que hayáis visto en vuestra vida.
—¿Por qué? ¿Qué tienen de especiales? —quiso saber Jorge.
—Miradlo vosotros mismos —dijo, tendiéndoles tres.
Roberto las cogió y todos se acercaron a examinarlas. La primera correspondía a un Jorge veinte años más viejo. Había perdido casi todo el pelo y tenía las mejillas flácidas y un colgajo de piel bajo la barbilla. En la segunda aparecía una mujer con el pelo teñido de rubio que ocultaba las arrugas bajo un ostentoso maquillaje. Al igual que Jorge, parecía rondar la edad de jubilación. En cuanto a la tercera…
—Íbamos a visitar Machu Picchu cuando el autobús se averió y tuvimos que parar en un pueblo de las montañas. Nada más bajar, una mujer se nos acercó y nos preguntó si queríamos comprarle algo. Tenía una sábana extendida en el suelo llena de trastos. Le pregunté por la cámara y me dijo que era mágica. Me lo tomé a chiste, claro. Así que me dijo que podía probarla, si quería. Y lo hicimos. Nos tomamos las fotos medio en broma. Luego, mientras se revelaban, nos contó lo que íbamos a ver.
—Menuda trola. Esto lo has hecho con algún programa informático —lo acusó Sebas.
—Te juro por mi madre que es verdad —aseveró Ricardo.
—¿Tu madre no estaba muerta?
—Joder. Por la tumba de mi madre —rectificó Ricardo, molesto.
—¿Y la tercera? Ahí no se ve ningún cambio —indicó Jorge.
En la tercera aparecía uno de los turistas que iba con ellos en el autobús. Un hombre con la camisa abierta, sombrero de paja y una mochila a la espalda.
—Porque la cámara sólo te muestra cómo serás en el futuro si tú aceptas hacerte la foto. Si no, te la hace normal.
—Debes haber querido muy poco a tu madre —repuso Antonio.
—Sabía que no os lo ibais a creer —gruñó Ricardo—. Pero eso tiene fácil solución.
Les apuntó con la cámara y todos supieron a qué se refería.
—¿A alguien le da miedo envejecer? —se jactó. Ninguno contestó—. Venga, poneos juntos.
Los cuatro hombres se colocaron hombro con hombro. Sebas y Roberto en los extremos, Jorge y Antonio en el centro.
—No digáis patata, porque saldréis con la boca abierta y veréis todos los dientes que se os habrán caído —bromeó Roberto.
Ricardo guiñó un ojo y miró con el otro por el visor.
—A la de una, a la de dos y a la de… tres.
Se oyó un ¡clic!, pero la cámara no emitió ningún destello.
—¿Ya? —preguntó Jorge.
—Sí —contestó Ricardo.
Los cuatro hombres se dispersaron.
—¿Y ahora qué?
—Ahora hay que esperar unos minutos a que se revele.
—¿Y cuánto dices que te costó? —quiso saber Antonio.
—Al cambio, treinta euros. Que allí es poco menos que ser rico. Y mereció la pena, porque a vosotros os la he hecho gratis, pero pienso cobrar por esto —desveló Ricardo.
Un trozo de papel de mala calidad brotó de una ranura situada en la parte inferior de la cámara, empujada por un mecanismo interno que emitía una especie de zumbido. Ricardo lo arrancó y se puso a examinarlo. De pronto, su expresión mutó. Primero, abrió mucho los ojos. Luego, frunció el ceño y torció la boca en una mueca de preocupación.
—Hostias —musitó.
Para entonces, los cuatro hombres ya se estaban arremolinando en torno a él. Todos repararon al unísono en lo que sucedía. El Roberto, el Antonio y el Sebas de la fotografía eran una versión más envejecida y achaparrada de la actual. En cambio, Jorge no aparecía por ninguna parte. El hueco que ocupaba, entre Roberto y Antonio, estaba vacío. Sólo se veía la pared del fondo.
Jorge se apartó de ellos al tiempo que sacudía la cabeza.
—Hijos de puta. Os habéis compinchado para tomarme el pelo —espetó.
—Te juro que no, tío. De verdad —le aseguró Ricardo en tono serio.
Más serio de lo que lo había oído nunca.
—Que os den —dijo, y se dirigió a las escaleras.
A su espalda, sus compañeros se pusieron a hablar entre sí en voz baja. Jorge se apoyó en la barandilla y comenzó a subir los peldaños. Se le había despertado una sensación desagradable en el estómago, como cuando tenía acidez.
Qué crédulo había sido. Había que ver la facilidad con la que lo habían engañado.